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Atando cabos

Ya decía Leonardo da Vinci que el agua es el vehículo de la naturaleza. Y digo yo si no será también el vehículo de otras muchas cosas. En la desembocadura del Sella el agua acaba siendo vehículo de casi todo: troncos, envases de toda condición, zurullos, vacas muertas, perros, goma espuma, muñecas peponas, geipermanes… algún cadáver humano que otro muy de vez en cuando. Lo mismo ocurre con el oleaje del mar. A la costa riosellana llega prácticamente de todo: peces vivos y muertos, ocle, conchas, angula, aparejos y redes viejas, embarcaciones a la deriva, tablas de un naufragio antiguo… y otros residuos un tanto más oscurantistas como toneladas de ceniza de pirita y gasóleo, petróleo, incluso un supuesto contenedor radioactivo que llegó a poner en alerta al Consejo de Seguridad Nuclear.

Ando con rodeos porque no sé por dónde comenzar a contar mi historia para que ustedes se la crean, aunque supongo que lo mejor será empezar por el principio:

En invierno frecuento el Paseo de la Grúa. Soy un habitual pescador de lubina. No sería sincero si me tirase el pegote y asegurase que pertenezco a la élite del gremio, pero tampoco se me da mal. Sé interpretar la luna, las lluvias, la fuerza del Sella, el grado de transparencia del agua; empleo la pernada que se requiere, el tipo de boya, el cebo… Y si nadie me lo quita antes, también tengo un sitio cerca de la Fuentina que me da mucha suerte. Lanzo al canalín y espero.

Erase una noche de invierno en el Paseo de la Grúa. Iba pertrechado con mi gorro de cuero, mi gabardina y mi caña. Estaba posicionado en mi sitio favorito y no habían pasado dos minutos cuando sentí aquella descomunal picada que casi me tira al agua. Liberé el carrete y dejé que la lubina pudiese moverse. Después lo frené de nuevo. Solté y tensé, solté y tensé, así varias veces y durante bastante tiempo. A menudo el sedal se tensaba tanto que parecía imposible que no se rompiera. Era la atracción y el resto de lo pescadores comenzaron a acercarse para presenciar el desenlace. Uno de los chavales que andaba a angula venía corriendo con su cedazo para ayudarme a sacar del agua la pieza. Bajó por las escaleras más cercanas a mi posición y se colocó en cuclillas, haciendo verdaderos equilibrios, a la espera de que el pez estuviese más cerca. La lubina, muy mermada de fuerzas, asomaba su bocona fuera del agua en lo que parecía una rendición. Poco a poco, recogiendo sedal, la fui atrayendo al muro y todo el mundo se percató del tamaño poco común del ejemplar.

Pesó siete kilos y medio la condenada, y prometí la mitad al angulero pues había hecho un esfuerzo considerable para sacarla del agua, incluyendo un chapuzón de invierno no deseado. Resbaló calamitosamente y se debatió en una corriente del río hasta que finalmente alguien le echó un cabo y volvió a las escaleras. Empapado, blasfemando fervientemente, volvió a coger el cedazo y de mala gana subió a pulso los siete kilos y medio de lubina moribunda hasta nuestros pies. Yo le prometí la mitad de aquel peso y él se fue a casa a cambiar, mascullando de corrido todo tipo de improperios para el que lo quisiese escuchar. Desde luego que había sido una putada lo que le había pasado, pero en la vida hay que saber tomarse las cosas como vienen. No conocía a este muchacho tan atolondrado, y nadie más parecía conocerle, pero recibió una sonora trompetilla de alguno de los presentes.

Cuando llegué a casa coloqué a Miss Lubina en la mesa de la cocina y comencé a limpiarla. Tenía intención de congelar la parte que me correspondía y reservarla para la cena de Nochebuena. Con la guerra que había dado no se me ocurría una fecha más apropiada. Cogí las tijeras del pescado y comencé a abrirla en canal…

Y aquí es dónde la historia comienza a adquirir tintes fabulosos. La lubina forma parte de ese vehículo de la naturaleza que es el agua, y si el agua está sucia y confusa la naturaleza también lo está, y la lubina bien podría traer en su interior misteriosas sustancias radioactivas, un poco de galipote, un plástico… algo así. Pero nada de esto, aquel pedazo de pez escondía un canutillo de papel perfectamente enrollado y con un lazo al medio y todo. Desde luego que era para no creérselo. Me llevó algo de tiempo reaccionar tras la confusión inicial, pero procedí a quitarle el lacito con mucho tiento y después extendí aquel pequeño papel sobre la palma de la mano. En una primera impresión me pareció una hoja arrancada de uno de esos mini libritos de hace décadas. Las frases eran minúsculas. Había un mapa dibujado que identifiqué rápidamente porque de niño había leído varias veces a Stevenson. Rebusqué en mi escritorio y encontré la lupa. Mi primera impresión era buena. La Isla del Tesoro tenía esa forma de rostro decrépito y desagradable que recordaba. En el interior del mapa todo venía detallado: la Cala del Norte, la Cala del Carnero, la Roca Blanca, el Fortín o Empalizada, la Isla del Esqueleto. También había unas aclaraciones a pie de página que sin usar la lupa eran legibles a duras penas. Allí se detallaba, entre otras cosas, como la Hispaniola había llegado desde el este y anclado en el Fondeadero del Capitán Kidd… el punto E indicaba el lugar donde los piratas encontraron el esqueleto, el punto F situaba la colina de los Dos Picos donde Jim encontró al “abandonado” Gunn, etcétera.

El mapa de la Isla del Tesoro en una lubina… qué puedo decir… que me quedé pasmado. Estaba claro que alguien quería contarme algo. Fuese quien fuese estaba desesperado y utilizaba mensajeros muy poco habituales. Aquella cuartilla minúscula y translúcida con aquel mapa tan trallado que apenas significaba nada más que eso, me desconcertaba por completo. Un dibujo ilustrativo para una novela de aventuras. ¿Qué tenía aquello que ver conmigo?

Recordé entonces otra de las lecturas de mi infancia: El escarabajo de oro, de Edgar Alan Poe. Me vino a la memoria cómo Willian Legrand, uno de los personajes, exponía otro tipo de pergamino misterioso al calor del fuego para que apareciese la pista definitiva:

Se emplea algunas veces el zafre, digerido en agua regia y diluido en cuatro veces su peso de agua; de ello se origina un tono verde. El régulo de cobalto, disuelto en espíritu de nitro, da el rojo. Estos colores desaparecen a intervalos más o menos largos, después que la materia sobre la cual se ha escrito se enfría, pero reaparecen a una nueva aplicación de calor.

El mensaje podría estar escondido de esta guisa, así que fui a por una vela y pasé el papelito cerca de la llama hasta que fue saliendo a la luz aquella silueta. Me asaltó la superstición al ver que mi ocurrencia funcionaba. Se me pasaron por la cabeza toda clase de locuras y mezclé la fría realidad de mi cocina con las ficciones más conocidas: a buen seguro acabaría por encontrar un cofre lleno de oro hasta arriba. Estaba seguro.

A la mañana siguiente, tal y como había acordado con el angulero, me acerqué a la cofradía a eso de las 11:30. En el muelle hacía un frío espantoso, el cielo tenía un aspecto enteramente plomizo y yo sentía ese frío sutil dentro de mis huesos, un cosquilleo conocido, la prueba de debilidad que suele advertir de la gripe.
El chaval ya estaba allí y el encargado de la rula pesaba sus capturas del día anterior. Apenas había cogido un cuarto de kilo antes de caerse fatalmente a la ría. Estornudaba de forma escandalosa y acompañaba cada estornudo de un cagamento aún más escandaloso. Al verme pareció mejorarle el humor, aunque también advertí en el brillo de sus ojos cierto resentimiento hacia mi persona. Le entregué la bolsa donde había metido la mitad de la lubina. Me dio las gracias y yo se las devolví, asegurando que sin su contribución nada de esto hubiese pasado… Lo dije con solemnidad y cierto suspense, así que él pareció sospechar del tono de mis palabras.

-¿Qué es lo que no hubiese pasado? – me preguntó.
– Nada de esto, tu parte de la pesca, mi parte… -contesté yo.
– Ah, claro que no, no te jode, pero fue por una buena causa, esta lubina es un tesoro – aseguró levantando la bolsa y comprobando quizás que pesaba los tres kilos setecientos cincuenta gramos que le correspondían.

Me marché de allí con viento fresco. Mis pasos estaban claramente dirigidos al final del Paseo de la Grúa, tenía la seguridad de que allí todo encajaría. El cielo seguía amenazando cualquier cosa poco habitual. No había nubes de lluvia, ni nordeste, ni nada. Una calma chica cargada de frío, con un tapiz grisáceo y amarillento por cielo. Se hacía difícil saber en qué hora del día me encontraba. Podrían ser las doce de la mañana, pero también las seis de la tarde. La mar estaba encrespada y la ría también. El Sella bajaba bastante turbio por las lluvias de toda la semana. Cuando llegué al final del paseo me entretuve observando los remolinos oscuros que formaba el agua del río cuando embestía con fuerza contra la mar, pero no tardé en sacar de mi bolsillo el mensaje de la lubina para comprobar mi teoría cuanto antes. El monte Somos estaba enfrente y eso era lo que había venido a buscar. Coloqué la hojita extendida frente a mi ojo izquierdo y guiñé el derecho para enfocar. El papel era fino y se podían intuir las cosas tras él. El contorno del monte y el mapa de la isla, impreso por la otra cara, se superponían a la luz extraña de aquella mañana; y el monte real, visto desde allí, parecía tener la escala adecuada para encajar en el dibujo. Las siluetas eran muy parecidas aunque no exactas. Así que pensé que estaba cerca del punto requerido pero no del todo. Me moví por la zona para conseguir nuevas perspectivas y no conseguí progresar. Entonces decidí que la mejor posición sería desde la ermita de Guía. Subí torpemente por las escaleras hasta el mirador y llegué arriba un tanto tocado físicamente y con cierta pesadumbre de ánimo, como si la gripe me fuese a asaltar de un momento a otro. Me senté en el muro, casi dejándome caer. Después de un rato volví a utilizar el papel del mensaje como plantilla. El monte y el dibujo ahora sí que encajaban perfectamente, resultaba increíble que aquella línea ejecutada con la mano fuese un calco tan exacto del paisaje. El trazo parecía haberse realizado desde allí mismo. Al poco tiempo el sol salió de detrás de aquella cortina apagada como si lo hiciese a través de una rasgadura, y un rayo titubeante acabó recalando sobre al papel. Todo se iluminó. Hasta ese momento no había identificado la X que estaba marcada en el mapa de la isla. El rayo pareció aclarar este punto. Comprendí que aquel aspa servía para señalar el lugar donde estaba enterrado el botín en la novela. Al trasluz se correspondía con la ruina de aquella casa que había quedado al descubierto en pleno centro del monte Somos, después de que se talasen todos los eucaliptos semanas antes. Aquella ruina solitaria y tétrica, que conocía bien, era el lugar adonde debía dirigirme.

Cuando bajé de Guía no podía con el alma, así que comí poca cosa, me tomé una aspirina y me tiré en el sofá. Desperté dos horas más tarde bastante recuperado y decidí acercarme a Somos antes de que el día empeorase. La siesta me había venido bien y había conseguido que me reencontrase con la ilusión de un desenlace millonario. Así que me puse unos pantalones viejos y unas chirucas y me fui dirección a la Casa del Infierno -que es como la conocíamos de niños cuando jugábamos a hacer campamentos por las inmediaciones- antes de que comenzase a oscurecer.

No me llevó demasiado tiempo llegar. Aparqué el coche en la carretera que sube al faro y tome una pista forestal que cruza el monte transversalmente. A unos trescientos metros, con algún desnivel menor de camino, está la casa. La verdad es que ya no impone tanto. No obstante, el cielo seguía teniendo un color amenazante que reforzaba la silueta de la ruina, así que bien podríamos seguir llamándola la Casa del Infierno. El pueblo se extendía abajo con la playa en primer término y el río partiéndolo en dos drásticamente. La quietud estaba en el ánimo de todo, pues no divisé personas moviéndose ni apenas circulación de vehículos.
Entré en el interior de la ruina. No era más que un denso matorral bajo el que se amontonaban llenos de musgo los cascotes del tejado que se habían venido abajo décadas atrás. También había vigas de madera podridas y objetos varios. Estuve rebuscando por espacio de una hora, y ya cuando lo daba todo por perdido, después de varios arañazos de cardos, rasguños e incluso pequeños cortes con cristales rotos, descubrí un pequeña caja de madera bajo un plástico pringoso y negro. Era una caja de puros que se conservaba bastante bien. Dentro había otra página enana de aquella edición de La Isla del tesoro. Por una cara se iniciaba el capítulo XXVII: ¡Doblones!, y por el revés continuaba la narración pero con pequeño goterón negro en su parte central que estorbaba la lectura.

Volví a pasarla al calor de la vela y volvió a salirme otro contorno muy reconocible, el del monte Mofrechu. La verdad es que jodía tener que subir allí arriba, al punto más alto del municipio y así por las buenas… pero la idea de la recompensa evitó que me desmoralizase antes de tiempo. Primero trataría de descubrir la posición desde donde encajase aquel monte con el dibujo del papel, y esperaría de nuevo la señal que me indicase el camino.

Era tarde y me había vuelto el cansancio de repente. Cené poca cosa, me tomé otra aspirina y me metí en la cama. Para dormirme me entretuve leyendo los primeros párrafos de aquel capítulo. Tuve que hacerlo con la lupa pues ya me temblaba la vista. No llegaba a comprender quién habría ideado aquel ridículo tamaño de papel y aquella letra ínfima. Sin lupa no veía ni torta.

Fui acercándome poco a poco, aprovechando la oscuridad de la noche, y mucho me costó no perderme en mi camino; el monte de los dos picos quedaba a mis espaldas y el Catalejo a mi derecha, ambos muy desdibujados por la noche; pocas eran las estrellas y su brillo apagado, y el terreno por donde yo caminaba estaba plagado de matorrales que más de una vez me hicieron caer sobre la arena.
De pronto me encontré en el centro de una tenue claridad. Levanté los ojos; pálidos rayos de bellísima luz se abrían sobre la cima del Catalejo, y, casi inmediatamente, un inmenso disco de plata se levantó sobre las copas de los árboles: era la luna.

Pasé toda la noche destapándome y volviendo a taparme. Mi cuerpo no sabía si hacía demasiado calor o demasiado frío, y aunque afuera comenzó a precipitarse aguanieve silenciosamente, la sensación de frío era más subjetiva que otra cosa. Sé que deliré durante toda la noche, que sudé a chorros y que el sudor terminó por hacerse frío. Sé que tirité más de la cuenta y que toda la noche fue una duermevela agónica que me trastornaba y se interrumpía constantemente en callejones sin salida. También soy consciente de que soñé con oro, con lingotes de oro, con doblones. Cualquiera que me hubiese acompañado en mis delirios habría escuchado susurros aguardientosos propios de aquellos que sufrieron en sus carnes la fiebre del oro, propio de tipos sin escrúpulos que harían cualquier cosa por hacer suyo el tesoro utilizando las tretas más despreciables. También creo haber soñado con el angulero atolondrado, que me hacía frente y maldecía, tratando de sonsacarme qué le había ocultado, qué más traía la lubina en su interior a parte de la angula, y por qué demonios no le había dado toda la parte que le correspondía por justicia.

Avanzada la madrugada terminé por despertarme sobresaltado y no volví a dormirme. El tiempo pasó muy despacio hasta que comenzó a aclarar el día. Curiosamente me encontré bastante bien a la hora del desayuno. Me preparé un bocadillo, algo de fruta y me motivé para la caminata. Cuando pisé la calle me di cuenta de que había pasado por alto alguna cosa, entre otras que hacía demasiado frío para tan poca ropa, así que volví a por un anorak.

Había calculado que sería desde el barrio del Cobayu desde donde haría encajar el contorno del papel con el de la sierra del Mofrechu. La cima del monte estaba totalmente nevada y el suelo bajo mis pies empapado. Ciertamente no era el mejor día para hacer senderismo, pero quise creer que el día estaba mucho más luminoso y despejado que el anterior, y con la idea de que el sol acabaría secándolo todo no le di muchas más vueltas al asunto. La silueta de la cuartilla y la del monte encajaban perfectamente desde aquel punto, y descubrí que el borrón de tinta de una de las caras tenía su función, equivalía a la X del papel anterior, y se superponía a un pequeño bosquecillo de camino a la cima.

Aquel día no salió el sol con fuerza y nada se secó, el agua volvió a convertirse en el vehículo de la naturaleza pero también en el de mi desgraciada suerte. Me escurrí repetidamente por la ladera empinada, acabé machacando una rodilla y sufriendo una riñonada de órdago. Entre subir, buscar y bajar tardé la friolera de diez horas, y todo el regreso tuve que hacerlo a oscuras y a la pata coja. Sólo la claridad de la luna llena terminó por indicarme el camino tímidamente. Cuando llegué al lugar donde había aparcado el coche ni siquiera me lo creía, y el susto en el cuerpo después del descenso a oscuras no se me quitó en unas cuantas horas.

Otra caja de puros se escondía en el tronco hueco de un alcornoque, tapada nuevamente por un plástico pringoso y negro. En aquel lugar me sentí desnudo ante la madre naturaleza, tenía lo que había ido a buscar pero ni si quiera me atrevía a abrir la caja. La hojarasca crujía bajo mis pies y los rumores de las alimañas y los bichos se iban metiendo en mi cabeza como los gusanos se meten en un cuerpo putrefacto.

Una vez a salvo seguí sin abrir la caja. Ni siquiera cuando llegué a casa lo hice en primera instancia. Primero repuse fuerzas comiendo el bocadillo que no había probado en aquella jornada de martirio y abstinencia. Después fue cuando la abrí y me entretuve con la llama de la vela, buscando un nuevo horizonte escondido en tinta invisible.

Se trataba de una hoja en la que no se iniciaba ningún capítulo, una página anónima que podría ser la cincuenta o la ciento cincuenta del libro de Stevenson. No había manera de saberlo y mi memoria no llegaba a tanto. Tampoco conseguía saber de qué pasaje se trataba por el contexto; en el fondo me desbordaba el agotamiento y no tuve apenas tiempo para concentrame y buscar un sentido a aquellas palabras.

Ante mis ojos se ofreció el mayor de los desastres. Todos los armarios y cajones habían sido forzados, supongo que en busca del mapa. El piso estaba enfangado, porque seguramente aquellos malvados se habían revolcado allí en sus borracheras y deliberaciones tras regresar de la marisma cercana a nuestro fortín. Los mamparos, que recordaba pintados de blanco con cenefas doradas, estaban ahora manchados con señales de manos. Docenas de botellas vacías chocaban unas contra otras por todos los rincones del camarote. Uno de los libros de medicina del doctor estaba abierto sobre la mesa y la mitad de sus páginas habían sido arrancadas, imagino que para encender sus pipas. Y en medio de aquella visión, una lámpara, todavía encendida, iluminaba con una luz humosa, débil y sombría.

No voy a seguir relatando a pies juntillas todos los destinos que recorrí tras aquella fatídica excursión al Mofrechu. Pero han de saber que subí a unos cuantos promontorios aquel invierno. Recorrí, uno por uno, todos los miradores y serranías que circundan mi bella Ribadesella. Cada prueba era una nueva perspectiva de mi pueblo y un nuevo reto. Conseguí ponerme en forma y superar la gripe que contagió a todo el mundo aquel invierno. Pero mi buen estado físico no compensaba nada más que eso, en ningún momento era un logro para mis inquietudes personales. Mi móvil era enriquecerme con el oro, si bien el asunto derivaba por momentos hacia derroteros más transcendentes. Llegué a tener una pinta que no inspiraba ningún tipo de confianza terrena. Para nada tenía el aspecto sereno de un buscador de tesoros profesional; más bien el de tipo raro de vuelta de todo, que un buen día decide ponerse en marcha a lo bobo, como Forrest Gump, y que de seguir así, dejándose crecer la barba y con esa indumentaria propia de un leñador de Minnesota, terminaría sus días como un eremita huraño y cavaría su propia tumba lejos de la civilización riosellana.

Necesitaba atar cabos lo antes posible si no quería verme inmerso en un acertijo descontrolado, y un buen día, tras haber completado más de una veintena de rutas, me paré a reflexionar y comprendí que no era casual ninguno de mis itinerarios, que todos tenían en común ser un punto elevado desde el que divisar la villa de Ribadesella.

Me agencié distintos planos cartográficos del muncipio. Tierra esquematica con sus curvas de nivel y acotaciones de altitud, cimas y simas, espacios protegidos, terrenos comunales y fincas particulares, también ensenadas y peñascos como los del libro. Hice una marca con el bolígrafo en cada uno de los puntos a los que había ascendido: Somos, Mofrechu, monte Moro, Guía, Sierra Escapa, Ardines, Picu Pienzu, etc. Si se unían los puntos de forma consecutiva se terminaba por formar un medio círculo casi perfecto que circundaba la villa urbana. Jugando con su inclinación en el plano, su diámetro y el número PI, el centro exacto de este medio círculo se encontraba en la Gran Vía, hacia la mitad de la calle, muy cerca de la plaza del Ayuntamiento.

Como conocía de sobra el callejero de mi pueblo no debí dudar de qué había en aquel punto, pero al día siguiente me levanté temprano para cerciorarme.

Efectivamente se trataba de una librería que había abierto sus puertas hacía poco tiempo. Como no creo en las casualidades entré como una exhalación en el establecimiento. Para mi sorpresa dentro me encontré a la propietaria hablando en voz baja con el joven angulero loco. Al verme entrar se callaron de repente y me miraron. Escuché que ella le llamaba hijo a la vez que le encomendaba algún asunto para dejarnos a solas. El se despidió de mí con una sonrisa socarrona; mientras que yo, como un náufrago que hubiese perdido la capacidad del lenguaje, no pude articular ni un hasta luego. La barba me picaba horrores y pasmado como estaba ni supe qué decir ni hice otra cosa que rascarme las greñas, mientras la señora esperaba que yo dijese algo, al menos un buenos días. Había entrado precipitadamente, sin ninguna idea clara en la cabeza, parecía un mudito y abría los ojos todo lo que podía como diciendo: Bueno, usted dirá. Pero fue ella la que empleó esta expresión ante mi profundo idiotismo.

-Bueno, usted dirá.
-Sí… qué le digo yo… tiene La Isla del Tesoro.
-¡Hombre, pues claro!, si yo no tuviese La Isla del Tesoro me dedicaría a otra cosa ¿no cree?
-Claro, claro, pero tampoco es un libro fácil de encontrar…
-¿Que no es un libro fácil de encontrar? -se sorprendió.
-Quiero decir que no es un libro fácil de… completar.
-¿Completar?, ¡desde cuando compra usted las novelas por fascículos! -su tono resultaba demasiado autoritario para mis oídos, demasiado… sabiondo.

Se fue a la trastienda y volvió con una edición de bolsillo.

-¿No lo tiene un poco más pequeño? -pregunté al verlo.
-¿Más aún?, si los hiciesen más pequeños tendría que leerlos con lupa ¿no cree?

Tomé aire pacientemente y me cargué de valor.

-Lo que yo creo es que usted y su hijo andan haciendo un flaco favor a la literatura, jugando con las ilusiones de los lectores y tratando de hacer negocio con métodos execrables… -le espeté amenazándola con el dedo.
-¡Pero bueno!
-Espero que le haya aprovechado la lubina, señora… aunque no se la merezca en absoluto.
-Pero qué está diciendo.. pero bueno… no me lo puedo creer…
-Por mí no se moleste en disimular, no hace falta que se ponga trágica, supongo que tendrán por ahí un criadero clandestino, que las engordarán bien y que les meterán el mensajito por el culo para que pique otro. ¿No le parece demasiado rebuscado para un mortal? Señora, es usted una persona despreciable y su hijo no tiene media hostia, que lo sepa… y traiga para acá ese libro, que me lo tengo ganado a pulso – y se lo arrebaté.
-¡Está loco! ¡Tengo un loco en la tienda, el hijo de la Torva… que me asalta! ¡Socorro, que me roba!

Al instante entró el joyero de al lado, y el de la droguería, y el del bar. No sabría decir quién de ellos me dio aquel puñetazo pero me noqueó totalmente. Por un buen rato estuve en la babia más profunda. Iba encaramado a un libro gigante que sobrevolaba mi querida Ribadesella y que de repente caía en picado para planear sobre la ría, al ras del agua encrespado, mientras las lubinas saltaban encolerizadas de sus aguas y pasaban a un palmo de mis narices…

Después de este coma menor pero angustioso me interrogaron en el cuartelillo. No supe contestar con coherencia a ninguna de sus preguntas porque parecía sufrir una pérdida momentánea de memoria. Eso fue al menos lo que diagnosticó el médico de turno en presencia de la benemérita.

Ahora viene a verme un día a la semana un psicólogo del Principado. Es un auténtico fedor de hombre y no se interesa en absoluto por lo que yo pueda contarle. Hace ya tiempo que le he enseñado las paginillas del libro y él vuelve siempre con lo mismo, que de dónde las he sacado, que dónde está el resto del libro… No me escucha nunca el jodido, y sólo me queda explicárselo en chino.

* Relato escrito por Ramón Molleda González, premiado en el concurso «Guillermo González» de relatos.

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